El pasado ocho de noviembre fue escenario de una convulsión social en la ciudad de Santa Tecla, El Salvador; solo una más que se une a la cadena indestructible de injusticia y desigualdad que desde siempre ha sido el azote del pueblo salvadoreño.
Con profunda indignación hemos observado las imágenes que nos recuerdan los años de represión que antecedieron a la pasada guerra civil y nos trajo miseria, violencia, luto y una heredad de crimen sistemático que se radicó en forma permanente y no parece vislumbrarse ninguna solución.
Después de observar dichas imágenes de desesperación en la que muchas personas resultaron heridas de bala por parte de las fuerzas de seguridad de la alcaldía, que dejaron también como resultado la trágica muerte de un vendedor y padre de familia que deja en la orfandad a sus hijos, el pueblo salvadoreño recibe una bofetada más, con las declaraciones del alcalde Roberto D’abuisson diciendo con firmeza que a él no le interesan las heridas de los revoltosos y los define como gente con conducta delictiva a quienes no les interesa el orden.
Sabemos que la clase dominante que desde siempre gobierna el país a carecido totalmente de dotes de estadista y su único objetivo ha sido mantenerse en el poder, económico y político. Nunca hicieron nada para controlar la explosión demográfica y hoy somos el país más sobrepoblado del continente americano con la excepción de las islas del Caribe.
No se preocuparon por fomentar la educación, la cultura, el arte, la sana convivencia y la formación profesional y artesanal de los pueblos para crear un tejido social productivo que en forma equitativa haga de El Salvador un país autosostenible; nunca les preocupó oprimir hasta la desesperación a las masas de campesinos, fomentando así un hervidero social que nos ha convertido en el país más violento del mundo en ausencia de guerra.
Nunca vieron hacia el futuro para proyectar en el presente los programas necesarios para enfrentar las necesidades inminentes y cuando se presentan los problemas pretenden resolverlos con la fuerza y rigidez autoritaria.
Hagamos un salto en el pasado para entender el porqué esas personas ahora son descritas como gente con conducta delictiva a quienes no les interesa el orden.
Con la llegada del imperio español los pueblos indígenas sufrieron el despojo de la madre tierra, que según fundamentos de la iglesia católica pasaron a ser propiedad de la corona española, poniendo a la base algunos versículos bíblicos como Deuteronomio 11:24 que dice «todo lugar que pisare la planta de vuestro pié será vuestro, nadie se sostendrá delante de vosotros; miedo y temor de vosotros pondrá Jehová vuestro Dios sobre toda la tierra que pisareis como Jehová a dicho».
La corona española tomó posesión de todo el territorio y repartió las tierras entre los invasores y el clero, dejando a los indígenas una cierta cantidad de tierras comunales llamados también ejidos, que pertenecían a las comunidades y ellos las usarían para su subsistencia pagando un canon a la comunidad.
En aquella época era el cacao que estaba a la base de la economía agrícola y más tarde fue reemplazado por el añil, que a su vez fue reemplazado por el café.
Cincuenta años después de la independencia de los criollos de la corona española, dió inicio la economía mundial del café y resultó que las tierras comunales de los asentamientos indígenas eran las más idóneas para su cultivo y eran 2,812 km² y representaba el 8% del territorio nacional.
Bajo el gobierno liberal del presidente Rafael Zaldivar fue emitido el decreto legislativo del 2 de marzo de 1882 en el cual quedaban abolidas las tierras comunales y pasaron a ser propiedad privada de quienes pudieran comprarlas, que naturalmente no eran los campesinos.
Nace así la oligarquía cafetalera como clase dominante que permanece hasta hoy. Entraron en poseso de la tierra y los indígenas quedaron excluidos de sus beneficios y esta fue la raíz del levantamiento del 32 donde el general Martínez asesinó entre 17,000 y 30,000 indígenas. La historia siguió su curso represivo hasta llegar a la guerra civil.
Con el clima de terror de la década de los 80s El Salvador entró en un flujo migratorio desenfrenado y una buena parte de la población se refugió en la capital y sus alrededores, donde ahora viven aproximadamente 2,300,000 personas que equivale a un 37% de la población, entre los cuales viven los más pobres de los pobres, gente desesperada, aglomerada en calles y mercados con la única esperanza de ganar lo necesario para poder comer al día siguiente, muchos de ellos a treinta años ya parecen viejos, criando sus hijos enmedio a los canastos y amamantando entre el bullicio y la contaminación de la ciudad, sin otro futuro que no sea dar continuidad a ese purgatorio ancestral.
Estas son las personas que el alcalde llama «gente con conducta delictiva a quienes no les interesa el orden».
El escritor y filósofo Bertrand Russell sostenía que ninguna filosofía puede venir del que tiene hambre porque su única prioridad será buscar el alimento y seguramente el señor Roberto D’abuisson y la clase política a la que pertenece son incapaces de entender la desesperación del pueblo que cada día sale con su canasto a buscar el alimento, pues viven en la opulencia, pretendiendo que los pobres tengan como prioridad el orden , en un Estado que los ha puesto al margen de la sociedad.
El Salvador es como una mesa de Ping Pong, donde las raquetas son la izquierda y la derecha, y el pueblo es la pelota que rebota entre las dos.
ALEJANDRO LÓPEZ
Muy Buenos reportage de lo acontecido.es lamentable ver Como Los politicos no respetan mi hacerme nada por ayudar a la jente mas necesitada de nuestro querido pueblo. El cual esigue dicendo martoriado por aquellos que tienen la obligaciòn de velar por Los desamparados.